Ritos de paso (1)
por Ariel Authier

Todas las sociedades tienen sus rituales, se organizan alrededor de ellos. Actividades que juntan gestos y objetos con lugares específicos, en situaciones actuadas en un orden más o menos predeterminado. Desde la radicalidad de los sacrificios humanos realizados por los indígenas mesoamericanos a la moderación contemporánea de estrechar las manos cuando se saluda a alguien, formalismo, simbolismo y repetición suelen ser desde siempre las características fundamentales de un ritual. Repeticiones que la cámara fotográfica se encargó de representar ajustadamente desde el descubrimiento de la posibilidad de reproducir y fijar imágenes en superficies, allá por el lejano siglo XIX.

En estos comienzos del siglo XXI, en una sociedad rellena de dispositivos generadores de imágenes, de representaciones que ya no son capturadas por “cámaras” - no hay espacio vacío en el interior de un teléfono -, sino atrapadas en pantallas, Gonzalo Gutiérrez decide poner en escena un ritual de lo habitual. Se auto-impone un programa, casi una dieta: durante un año, pone la alarma de su teléfono para que suene todos los días a las cuatro de la tarde y acto seguido utilizarlo para realizar una fotografía esté donde esté. Se convierte así en una especie de operador, mientras su mirada de fotógrafo queda sujeta a un gesto previo, a un protocolo duplicado abismalmente. Una huella del tiempo que a pesar de su disfraz pseudo-biográfíco con formato calendario, sólo nos proporciona poquísimos datos encriptados sobre su hacedor.

Caminando casi siempre entre la hipervisibilidad y el ocultamiento, Gutiérrez le redobla la apuesta a los cada vez más a ubicuos sistemas de control urbano y vigilancia institucional, que con sus lentes producen imágenes que rara vez alguien se detiene a observar. Como cuando usa el rastro dejado por el GPS de su teléfono y recupera la traza diaria de sus movimientos, sólo dejando la línea, muchas veces repetida, de sus recorridos. Los resultados, abstractos y digitalmente gestuales, parecen los ideogramas de un escape que siempre vuelve a un mismo lugar. Los vestigios de una ausencia desplegada sobre el papel fotográfico.

Eternos rituales de acumulación, que buscan perderse y volverse a encontrar, para perderse nuevamente en un abismo ilimitado de imágenes.

(1) Texto escrito para la muestra 2956 pasos por día en el Museo Provincial de Bellas Artes Franklin Rawson, ciudad de San Juan. Julio de 2016.