Imágenes alteradas (1)
por Rodrigo Alonso

Desde que la tecnología digital se hizo cargo del universo de las imágenes, muchas cosas se han transformado en el reino de la representación. La reproductibilidad que Benjamin veía como un camino para la emancipación estética de las masas no hizo más que profundizar los efectos que las mantienen sometidas a los influjos de un capital cada vez más omnipotente. De hecho, éste ha encontrado uno de los mejores medios para multiplicarse y extenderse en la labilidad y la dinámica continua de las herramientas informáticas y sus productos. Así, las imágenes digitales ya no son únicamente portadoras de información visual, sino ante todo, instrumentos por los que circulan ciertos símbolos de jerarquía, poder, autoridad, valor e identidad, encapsulados en emblemas, rostros, gestos, poses y actitudes que se imponen a fuerza de saturación y seducción mediática.

La obra de Gonzalo Gutiérrez se posiciona en este terreno inestable y complejo. Utilizando la apropiación como recurso formal privilegiado, manipula información del dominio público para invitarnos a reflexionar sobre las configuraciones de sentido que subyacen en el esplendor imaginario de los medios de comunicación contemporáneos. Políticos, estrellas del espectáculo, deportistas y magnates aparecen en su trabajo no ya por lo que realmente son, sino por lo que representan para el mundo que sólo los conoce por sus manifestaciones externas. En esto son fundamentales las actitudes, las poses, las reacciones estudiadas, la conciencia de ser observados sin cesar que se percibe aún en las fotografías más espontáneas. Así, Construcciones (2012) es una suerte de mosaico del poder global fundado no sólo en la fama o el dinero sino principalmente en esas apariencias diseñadas. Una galería de personalidades reconocibles que es, al mismo tiempo, un mapa de la realidad actual edificado sobre unos modelos iconográficos que se imponen por la contundencia de su arquitectura visual.

Estos modelos son puestos a prueba y deconstruidos en las producciones del artista, quien utiliza el píxel tanto para corroer la autoridad de las imágenes como para poner en evidencia su construcción ficcional. En una de ellas, un planisferio ha sido prácticamente disuelto por el pixelado, que vuelve inútil toda la información que éste pudiera proporcionar. No obstante, su patrón formal persiste, enfatizando la proyección mental y la complicidad del observador a la hora de decodificar las imágenes que forman parte de los saberes básicos para orientarse en la vida. Pero esa persistencia es, por supuesto, engañosa. Porque no está fundada en una comprensión verdadera o en un conocimiento formulado a partir de la experiencia, sino en una información configurada por la sedimentación de unos modelos impuestos y unas presunciones basadas en la confianza. Una confianza no menos engañosa, pero sin la cual no habría forma de ubicarse en ese mundo contenedor.

Este punto se profundiza en We Trust (2012). Aquí es un billete de un dólar el que se disuelve hasta hacerse casi irreconocible, aunque nuestro ojo lo recupera de inmediato. El título juega con un doble sentido que nos toca de manera singular: por un lado, toma una frase que está en el mismo billete con el fin de resaltar que, como sucede en todo el sistema económico, su valor depende básicamente de la confianza que deposita en él el circuito financiero (sin la cual no pasaría de ser un pedazo de papel sin tal valor); por otro, señala la fe que depositamos los argentinos en esta moneda que se ha transformado en un símbolo de la supervivencia a los diferentes desastres cambiarios que han signado nuestra historia.

Otro grupo de piezas se encaminan hacia una exploración de la identidad individual. El autorretrato del artista, su cédula, su huella digital, pasan por ese proceso disolvente que pareciera anular su existencia junto con su documentación legal, cuando en realidad es esta documentación la que oculta y niega a la persona que dice representar al reemplazarla por una información estandarizada, sucinta y superficial.

Esa estandarización de la vida se percibe también en otras prácticas sociales comunes, como son las fotografías familiares. Casamientos, embarazos, nacimientos, cumpleaños, vacaciones, fiestas escolares, han sido traducidos por la costumbre y la cámara en disposiciones prácticamente invariantes, que pueden reconocerse sin necesidad de identificar a las personas que las protagonizan. Momentos claves en la historia de esos individuos se vuelven por completo indiferentes desde el punto de vista de su estructura compositiva y visual. Así, paradójicamente, en la construcción de estos relatos de vida, en principio, únicos e irrepetibles, se refuerza una tipología que los sume en el anonimato de formas narrativas que se configuran más allá de toda existencia singular, en la máquina espectacular incólume e insensible forjada por los medios de comunicación y la industria cultural.

Gutiérrez explora este camino en dos series fotográficas. Una de ellas parte de imágenes antiguas que, incluso a pesar del pixelado, mantienen ciertos valores tonales que despiertan alguna nostalgia. La otra se presenta como un álbum familiar. En ella, éste ha quedado reducido a una colección de momentos estereotipados y recurrentes, en los que el propio espectador podría reconocerse sin dificultad.

Pero el cuadriculado digital impone una distancia que funciona como un extrañamiento crítico. De hecho, este es el verdadero objetivo de estos trabajos: invitar a una reflexión sobre el empobrecimiento mediático que nos empuja a un empobrecimiento no menor de nuestras propias vidas. En esta invitación se cifra gran parte de la potencia con la que Gonzalo Gutiérrez nos propone revisitar el universo tecnológico y sus consecuencias para la humanidad.

(1) Texto escrito para el catálogo de la muestra Construcciones en el Museo Municipal de Bellas Artes Genaro Pérez, ciudad de Córdoba. Septiembre de 2012.